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martes, 25 de noviembre de 2008

Experiencia

Desde que empecé a escribir, he tenido que convivir con los tirones que, hacia uno u otro lado, preconizaban modas y teorías literarias al uso. Así, cuando era casi obligatorio hacer poesía social, uno pecaba porque, además, hacía otras cosas que poco tenían que ver con ella. Podrán ustedes señalar que, al fin y al cabo, no es tan extraño cuando uno empezó a escribir (y a recitar) en un periodo de transición. Cierto, pero cabe señalar que toda época es una época de transición, de tránsito. Y que, perpetuamente, estamos atenazados entre doctrinas contradictorias que intentan ser el Petronio de nuestro estilo.

Inevitablemente, la mano muerta de esas tendencias impuestas chocaban con la voluntad viva que me movía a escribir; con el espíritu que aún hoy me posee, y que me obliga a contar determinadas cosas de determinada manera. Con el tiempo, uno persiste a pesar de todo, y afila su estilo como la espada de un guerrero solitario.

Por eso escribir (en el sentido, digamos, “sagrado” del término), es saber estar contracorriente. A pesar del riesgo de convertirnos en locos marginales que jamás podrán dar a conocer lo que hacen. Es más fácil adaptarse y pagar el tributo a las concepciones dominantes. Podríamos objetar, bíblicamente, que de qué nos vale ganar el mundo si perdemos nuestra alma. Pero, incluso desde el egoísmo, hay que tener en cuenta que quienes se pliegan a la moda y se acomodan al poder, quienes se convierten en “escritores de cámara” o se empeñan en bets-sellerizarse, suelen ser barridos por la historia.

Ahora que está tan mal vista la poesía social, uno sigue escribiendo sobre lo que más me conmueve, que no es otra cosa que el dolor humano. Y ese dolor es, en gran medida, un sufrimiento social. Así que lo que antes era casi obligatorio, ahora está prohibido. Ahora está de moda la llamada “poesía de la experiencia”. Consistente básicamente que acomodados europeos relatan sus pequeñas contrariedades domésticas como si fueran de una trascendencia divina.

Por ejemplo, profesor universitario que se deprime porque su “Mercedes” ha tenido un roce camino de la facultad. Y encima, al llegar a casa, no tiene cerveza en la nevera. La que describe esto es una poesía muy bien valorada. En cambio, si un campesino guatemalteco cuenta como el ejército le asesina a sus padres, le violan a su mujer y lo echan de sus tierras, está haciendo “poesía social” (puag, qué asco).

Sin la Persia del siglo XI, sería imposible la poesía de Omar Jayyam. Y, sin embargo, las rubaiyyat de Jayyam trascienden su sociedad y su época. Quiero decir con esto que, en los grandes poetas, aún condicionados por su tiempo y por su sociedad, encontramos lo básicamente universal, general, humano. Ese hálito poderoso que hace que sintamos su poesía como la expresión de nuestro propio espíritu, a miles de kilómetros y cientos de años de distancia. Cuando Homero describe el asedio de la ciudad de Troya no está cantando un incidente local. Al hablar de los dioses, son nuestras pasiones humanas las que describe.

"Tenemos el arte para que la verdad no nos mate” dice Ray Bradbury. Ciertamente, para cada uno de nosotros, el mundo es demasiado: cuarenta mil niños mueren diariamente de hambre, y para la mayoría de la humanidad siguen repitiéndose eternamente los cuarenta días del diluvio.

Cada uno lo hará por distintos motivos íntimos y personales. Yo escribo porque necesito una herramienta que me ayude a respirar y haga detonar la sangre; un artificio para afrontar el dominio de la infamia, de los depredadores apostados en tronos de oro, de la calavera con corona de bufón que agita sus cascabeles ante mis narices. A falta de armas mejores, la poesía es ese instrumento. Una poderosa herramienta para llegar al corazón de mis semejantes.

Ya sé que sólo agrada quién se nos representa feliz. Su voz se escucha con gusto. Es más placentero oír al poeta rimando flores y pajarillos que incendiando el aire mientras escupe patadas verbales. Lo explicaba Bretch: “me mezclé con los hombres en tiempos de rebeldía, y me rebelé con ellos”. Por eso soy consciente de que entre la gente del margen me encuentro, y en el margen se hallan mis poemas.

Con todo, sólo puedo sacar una conclusión honrada: escribir como me dé la gana. Escribir sobre lo que me conmueve. Escribir con el corazón. Para los seres humanos que sufren y respiran, y no para el abstracto aplauso (que de ninguna forma está garantizado). Escribir, escribir. Pase lo que pase, escribir.

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