Ya no viven los dioses en la ciudad.
Laboriosos demonios se esconden
ahora en sus grietas,
allá donde el sol nunca llega,
donde los adolescentes comparten
labios atornillados y caricias peligrosas.
Caminamos apresurados sin mirar
las profecías escritas en el hormigón
de las paredes, los extraños signos
que pregonan el final del tiempo
o el pálpito de otros universos.
Tensos como ballestas
entramos y salimos a nuestros negocios,
ardemos en congojas y contabilidades,
descendemos al infierno y al trabajo.
El recuerdo de los besos desaparece
volando en el humo y en las horas,
desertando de la precisión del cronómetro.
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