
Los pueblos agrícolas, como Egipto, Mesopotamia, China o la India, tenían muchos dioses, pues también eran muchos los avatares que podían estropearles las cosechas: la sequía, las inundaciones, las plagas... Los pueblos ganaderos tenían un gran dios en propiedad que pastoreaba a sus fieles. De ahí surgió el monoteísmo. Los fenicios, marineros, sacrificaban niños en el altar de Moloch. Ya se sabe lo implacable que puede ser el mar y lo terrible que son sus dioses.
Acobardadas por los maremotos financieros, tiemblan llorosas las criaturas en el valle de lágrimas del trabajo alienado o de las enormes filas del ejército de reserva del capitalismo. No hay nada que hacer, transmiten los voceros de todos los todopoderosos dioses desde el monte olímpico de las corporaciones transnacionales. ¿Quién se atreve a un eterno rechinar de dientes, a la tortura permanente por fuego y al tiritar las tinieblas exteriores, atreviéndose a desafiar a los invencibles, a los que todo lo pueden, a los que dictan nuestro destino desde sus consejos de administración?
Y entonces, a contracorriente, una cancioncilla: "Arriba los pobres del mundo, / en pie los esclavos sin pan..."
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