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domingo, 18 de abril de 2010

Algo nos delata

Hay un viejo dolor cargado de cicatrices.
De señores feudales con hiperglucemia
y patronos abusadores y gotosos.
De violaciones, esclavitudes y pobreza.

Hay una angustia de siglos.
La constitución de la derrota.
Cervicales hundidas en genuflexiones mitocondriales.
La desesperanza que trepa
como una hiedra que se apodera de nuestros corazones.

Ungidos de temor y desconsuelo
fluctuamos arrinconados en mareas de rutina.
Nuestros ojos miran vacíos
a un espejo en que no nos reconocemos.

Errantes deambulamos en largas jornadas sin respuesta
por los subterráneos de un mundo
al que nos ha sido prohibido el acceso.
Somos la sordomuda maquinaria de carne,
máscaras intercambiables en una muchedumbre diluída
vomitada día a día en ciudades ajenas.

Nos movemos sobre largas cintas de asfalto,
sobre planes perpetuamente quebrados,
sobre esquirlas de sueños consumidos,
sobre ilusiones que se estiran sin encontrar la suerte.

Indecisos, obedecemos todas las señales.
Portamos rostros y relojes.
Torcidamente miramos de reojo
a los que se empeñan el levantar los velos,
en romper la pantalla plana en que nos deslizamos,
en señalar abismos y montañas:
los marcadamente extraños y peligrosos.

Hay un hueco sin ellos, no obstante.
La sensación del pedernal que se enfría.
Un moho apagado en nuestro latido.
La magua de algo más fiero.

Persiste un vacío en nuestra alma.
Una grandeza ahogada entre facturas.
Una trascendencia que vela agazapada.
Algo eternamente invencible y sostenido.

De vez en cuando nos asalta el aroma de otra cosa,
de otro mundo, de otra vida, de otro latido.
El perentorio deseo de alcanzar lo inalcanzable.
La irrefrenable necesidad de cruzar todos los puentes.
De estremecernos entonando una canción de sangre.

Hay un viejo dolor que nos llama.
Una sed atávica y persistente
que ya no puede permanecer proscrita.


(De Diario íntimo de una bomba a punto de estallar)

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