En los Cuentos de los Viudos Negros, de Asimov, se pregunta a los invitados cómo justifi-can su existencia. Aunque lo parezca, no es una pregunta sencilla. Lo cierto es que cada uno podrá alegar éste o aquel mérito, tal o cual logro personal, familiar, económico. Permítanme la confidencia: si alguna vez tengo que hacer balance, si tengo que anotar en el haber de mi vida algo verdaderamente grande, es lo que comparto con la mayoría de los presentes.
Lo digo a plena voz y con orgullo: sí, yo he sido uno de la temible fila india del Adargoma. He estado con ellos en los terreros, hemos vestido juntos la ropa del Adargoma. Hemos compartido una historia que viene de lejos. En la larga hilera de nombres gloriosos sobre los que crece la leyenda, aunque sea en minúsculas, aparecerá mi nombre.
Y en ese otro lugar del corazón, llevaré hasta el final de mis días el sudor, el esfuerzo, el compañerismo, la emoción y la alegría del Adargoma. Lo que aprendí de Paquito González, de Emilio Monzón, de Enrique Mendoza, de Camurrita. Las enseñanzas, las correcciones, el apoyo de todos y cada uno de ustedes, que han sido mis compañeros y mis maestros. La paciencia que se me regaló. Incluidos los talegazos que muchos me dieron, especialmente el adversario más temible que he tenido, Cristo Sánchez. La amistad que todos y cada uno de ustedes me ofreció, y que ha sido la más clara que he conocido.
Después, cada cual ha seguido su propio camino, nuestra propia aventura personal o íntima. Otras agarradas con las que pechar, y a las que hemos hecho frente. A veces pasa demasiado tiempo sin que nos veamos, pero cuando lo hacemos, nos reencontramos en este territorio común en el que nos reconocemos: siempre seguimos siendo luchadores del Adargoma. Porque el Adargoma no es un club de lucha, sino de luchadores, y nuestro espíritu vuela sobre las generaciones, se conecta a un nivel más profundo y vivo. Eso es lo que somos.
Sí, nosotros que hemos estado en la fila india del Adargoma, formamos parte de la arena, del viento, de la dignidad de los canarios. Hemos librado juntos las más hermosas batallas, en las que aprendimos a dar la mano al vencido, y donde no hay enemigos sino adversarios. Hemos sido guerreros, sí, pero guerreros de la luz. Con los luchadores del Adargoma he aprendido lo que todo ser humano debe aprender: a remangarme los pantalones, a agarrar con fuerza, a plantarme sobre mis propios pies, a dar el hombro, a desviar los embates, a caer y levantarme.
Sí, créanme, yo he formado en la terrible fila india del Adargoma. Pero hablo en pasado y miento. Aquí seguimos todos con la ropa de brega en el alma y la franja roja sobre el pecho. Mientras haya muchachos que se vistan esa ropa y salgan a los terreros a luchar, no pasará el tiempo para ninguno de nosotros, no habrá pasado nuestro tiempo. Seguiremos tocando por dentro, vaciando, emburrando, revoleando, encaderando, entristeciéndonos juntos o abrazándonos. Sí, somos la larga fila india del Adargoma.
Lo digo a plena voz y con orgullo: sí, yo he sido uno de la temible fila india del Adargoma. He estado con ellos en los terreros, hemos vestido juntos la ropa del Adargoma. Hemos compartido una historia que viene de lejos. En la larga hilera de nombres gloriosos sobre los que crece la leyenda, aunque sea en minúsculas, aparecerá mi nombre.
Y en ese otro lugar del corazón, llevaré hasta el final de mis días el sudor, el esfuerzo, el compañerismo, la emoción y la alegría del Adargoma. Lo que aprendí de Paquito González, de Emilio Monzón, de Enrique Mendoza, de Camurrita. Las enseñanzas, las correcciones, el apoyo de todos y cada uno de ustedes, que han sido mis compañeros y mis maestros. La paciencia que se me regaló. Incluidos los talegazos que muchos me dieron, especialmente el adversario más temible que he tenido, Cristo Sánchez. La amistad que todos y cada uno de ustedes me ofreció, y que ha sido la más clara que he conocido.
Después, cada cual ha seguido su propio camino, nuestra propia aventura personal o íntima. Otras agarradas con las que pechar, y a las que hemos hecho frente. A veces pasa demasiado tiempo sin que nos veamos, pero cuando lo hacemos, nos reencontramos en este territorio común en el que nos reconocemos: siempre seguimos siendo luchadores del Adargoma. Porque el Adargoma no es un club de lucha, sino de luchadores, y nuestro espíritu vuela sobre las generaciones, se conecta a un nivel más profundo y vivo. Eso es lo que somos.
Sí, nosotros que hemos estado en la fila india del Adargoma, formamos parte de la arena, del viento, de la dignidad de los canarios. Hemos librado juntos las más hermosas batallas, en las que aprendimos a dar la mano al vencido, y donde no hay enemigos sino adversarios. Hemos sido guerreros, sí, pero guerreros de la luz. Con los luchadores del Adargoma he aprendido lo que todo ser humano debe aprender: a remangarme los pantalones, a agarrar con fuerza, a plantarme sobre mis propios pies, a dar el hombro, a desviar los embates, a caer y levantarme.
Sí, créanme, yo he formado en la terrible fila india del Adargoma. Pero hablo en pasado y miento. Aquí seguimos todos con la ropa de brega en el alma y la franja roja sobre el pecho. Mientras haya muchachos que se vistan esa ropa y salgan a los terreros a luchar, no pasará el tiempo para ninguno de nosotros, no habrá pasado nuestro tiempo. Seguiremos tocando por dentro, vaciando, emburrando, revoleando, encaderando, entristeciéndonos juntos o abrazándonos. Sí, somos la larga fila india del Adargoma.
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