
Si fuera cierto que todos somos el mismo
hombre, la misma aurora y su agonía,
sin importar los nombres ni los rasgos,
preferiría –olvidando ahora mi banal destino-
hallar en otro rostro a ese único ser,
otra vida, otro sueño tal vez, igualmente imposible.
Un caballero se apresta a la conquista
y dispone sus naves para zarpar al alba,
pendones, estandartes y banderas,
hombres armados con ballestas,
los escudos más fuertes, el valor castellano.
Todo esto ocurrió en el año de 1447
y aún sigue ocurriendo en el mismo lugar
de la pelea, donde Guillén Peraza muere
para ser desdicha, para ser retama.
Entre el zumbar de flechas y la carne desgarrada
el caballero blande su espada con firmeza.
Quizá recuerde el nombre de su amada
o piense con odio en su enemigo,
un guerrero anónimo que defiende su patria.
El invasor pierde su escudo en el combate,
tres infieles han caído por su alfanje
y otros tanto probarán su espada;
pero todo se ha perdido entre la sangre,
desde el campo enemigo una piedra certera
muere a Don Guillén en la flor de su cara,
y su destino termina aquí, en esta jornada,
y aún sigo eligiendo, qué más da,
si todos somos el mismo hombre
y es igual uno que otro,
el bárbaro sin nombre que lanzó la piedra,
aquel rostro en el campo de batalla,
el reflejo más digno de la tierra y la nada.
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