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miércoles, 16 de diciembre de 2009

Caimán (IV)

Lo que más recuerda de aquella época es la cabra, que estaba en el terraplén posterior a la casa, más allá del retrete y lindando con una finca, y que daba bastante leche, tres litros diarios, y el animal sufría cuando no lo ordeñaban, de tan hinchadas que tenía las ubres, y un domingo la ordeñaban en la habitación grande que daba a la carretera porque había venido un vecino y le mostraban el prodigio, y cerraron las ventanas para que no la viera allí la gente que volvía de misa. Dos años más tarde, tendría Miguel cinco, cuando regresaron a la ciudad y se fueron de aquellas tierras, vendieron la cabra en mil quinientas pesetas, todo un capital, que pena no poder llevárnosla.

En las épocas en que la cabra no daba leche, Miguel tenía que ir a la lechería que estaba carretera abajo, y traía otra vez el cacharro para arriba, aunque a menudo derramaba el líquido blanco por el camino y llegaba a la casa llorando, y Eloísa lo volvía a mandar a por más mientras el se bebía las lágrimas. Por el camino pasaba por delante de un ficus gigantesco que había a pocos metros de la casa, en la otra orilla de la carretera, más grande que cualquiera de los eucaliptos, y luego doblaba a la derecha a la altura de un estanque inmenso; precisamente el mismo que un tremendo remolino vació en segundos lanzando el agua centenares de metros más lejos sobre la choza de la cabra de Constancita, la vecina, matando al animal y casi a ella, que acababa de salir de echarle de comer, porque allí los temporales eran terribles, y Miguel se acuerda de cuando a su hermano Javier le cayó una esquirla de cristal en un ojo que a punto estuvo de dejarle ciego, mientras estaban juntos los tres bajo la mesita de la radio, aquel armatoste que se oía en reunión por las noches, que tenía una lucecita que se encendía, y todo fué porque el viento rompió la ventana cerrada, igual que otras veces arrancaba los árboles de cuajo y los derribaba en medio de la carretera y había que hacer trasbordo saltando por encima del tronco caído, de una guagua a la otra, aquellas de la compañía de María Pérez, que los chóferes ya conocían a los chiquillos de verlos asomados a la ventana, que era su distracción la mayor parte del día, cuando Eloísa aprovechaba para ir a lavar y ver si la ropa se secaba, porque estaba hasta un mes seguido lloviendo a espesos goterones, que para Miguel eran siempre enormes, rompiéndose y salpicando contra el asfalto, y allí se quedaban tranquilos mirando los coches pasar, llamándoles especialmente la atención los coches "peninsulares", que luego sabrían que eran, en realidad, coches "americanos".


Chipude, de Rodolfo Santana

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