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viernes, 26 de septiembre de 2008

La última noche de Roque Alonso (I)

Era un sofá incómodo. Habían apa-gado las luces, pero por la ventana se colaba algo de claridad proveniente de las farolas mortecinas de la calle, algunos pisos más abajo. hacía calor aún, aunque empezaba a refrescar; además ese maldito silencio interrumpido sólo por un gruñido o queja o suspiro de alguno de los tres ancianos. El abuelo Roque seguía con los ojos abiertos, los labios apretados, mirando el techo.

—¿Como está, abuelo? Hoy tiene mejor aspecto— había dicho a modo de saludo, nada más entrar en la habitación.

—Yo ya estoy listo, mi niño— y no volvió a hablar hasta que marcharon todos y quedó solo Miguel.

—Ayúdame a ir al baño.

—Abuelo, sabe que no puede moverse, que eso es malo para el corazón— pero el viejo se erguía ya, respirando con dificultad, dispuesto a echarse al suelo.

—Pero si le pongo el chato y es igual.

—Yo en eso no puedo. Venga, ayúdame.

De modo que Miguel le tuvo que pasar la mano por la cintura y llevarlo casi en volandas hasta el retrete. Dejó la puerta abierta, pero el viejo la entornó un poco; le daba vergüenza aún, con ochenta y cuatro años; hasta hacía un mes caminaba sus cuatro o cinco horas diarias haciendo recados a unos y a otros, y bajaba todos los días a Las Palmas a comprar los ciegos.

—No haga usted fuerzas, abuelo—. No había forma, con lo mal que estaba, y eso que le tenía un pánico terrible a la muerte, pero más miedo tenía a no poder caminar y quedarse en una cama. Conservaba todo su tino, hay que ver lo que quiero a este viejo, porque algún día sería él, y le gustaría llegar al final con la dignidad de Roque Alonso, esta gente está en verdad hecha de otra madera, templados como viejos arados, y si no a ver, que el abuelo Roque tuvo que emigrar con catorce años, eran muchas las bocas en la casa paterna de Teror, cruzó el océano cuando estallaba la guerra en Europa, medio escondido y sin papeles en una bodega pestilente, y así llegó a La Habana.

El viejo empieza a moverse para regresar a la cama; Miguel tiene que apresurarse para que no se caiga, y lo vuelve a llevar para que se acueste.

—Déjame a mí, descansa tú ya—, pero Miguel lo arropa. Es en verdad hermoso el cuerpo de un anciano, y la ternura le crece por dentro ante la fragilidad y las arrugas; dicen que era muy guapo, rubio, con esos ojos grises ahora más opacos, y que bailaba muy bien y que jugaba al béisbol y que empezó a trabajar en las guaguas azules de La Habana; después fue a Camagüey como peón de un rancho, y entonces conoció a Luisa que tenía ocho años. Roque decidió que aquella muchacha sería para él; Miguel se enteraría muchos años después que la abuela Luisa era biznieta de una mulata de Santo Domingo casada con un francés, aunque tenía también sangre vasca y gallega y de no se sabe dónde, a estas alturas que importancia puede tener, si alguna vez la tuvo en unas islas de aluvión.

El viejo parecía tranquilo, así que decidió salir al pasillo a echarse un cigarro. No había nadie, sólo silencio y luces amarillas y empezaba a hacer algo de frío. Hasta las ocho no vendría Lila a relevarle; y menos mal, porque el resto de la parentela se había escaqueado, la pobre abuela, vamos a ver si lo resiste, hay que ver lo que ha tenido que pasar; tendremos que cambiar los muebles y llevarnos los recuerdos, que si no se nos muere en esta casa, mira que venir tan lejos a pasar tantas calamidades. Miguel recuerda cuando estaban en La Palma, su padre trabajando en una galería de agua, y llovía, y el viento arrancaba árboles de cuajo y se cortaban las carreteras y las guaguas de la compañía "María Pérez" tenían que hacer transbordos a un lado y a otro del árbol derribado, y en eso que venía de vez en cuando la abuela en el avión y la iban a recibir al aeropuerto, y traía regalos y al cabo de unos días se volvía a ir, y Miguel lloraba. Dicen que de joven tuvo muchos pretendientes, que uno de ellos tiroteó a otro cuando ambos se encontraron a caballo camino del rancho donde Ramón, el padre de Luisa, trabajaba de capataz, y que quedó malherido, pero ella al final se enamoró de aquel canario tan solo el pobre, tan desvalido lejos de su tierra y de su familia; con catorce años se casó y se fue con su marido a Pinar del Río, que según la abuela era verde y fecundo como toda Cuba, que bien recuerda Miguel las historias que le contaba de pequeño, que por algo era su nieto preferido, como aquella del caimán que salía del río por las noches y mataba gallinas, cochinos y hasta caballos, el caimán más grande que nadie recordara, que dicen que medía más de tres metros, así que se pusieron de acuerdo, porque estaba la gente tan asustada que ni al portal se atrevía a salir en cuanto oscurecía. Y organizaron batidas, pero no daban con el animal, hasta que se les ocurrió amarrar a un lechón a la orilla de un río y lo sangraron y chillaba de miedo mientras la sangre escurría hasta el agua. Esa noche apareció el caimán, y estaban todos muy atentos a matarlo cuando tuviera la boca cerrada, porque los caimanes tienen una piedra preciosa en el estómago, pero si mueren con la boca abierta la echan al agua. Lo malo es que uno de los de la partida se asustó y disparó precipitadamente; el caimán murió con la boca abierta: dragaron el río pero no apareció la piedra. Apaga el cigarro y entra de nuevo en la habitación; el viejo está otra vez por levantarse.

—¿Qué quiere, abuelo? Pídame las cosas— su voz al oído del anciano.

—La bacinilla— apenas susurra. Miguel se la alcanza; después la vacía y la enjuaga.

—¿Quiere algo más? ¿Está bien? Vamos, descanse— el viejo sigue con los ojos abiertos, leyendo algo en el vacío; el frío empieza a sentirse ya por los pies, malditas habitaciones, parecen hechas para morirse como el que la espichó hace dos noches y el abuelo no le quitaba los ojos de encima, y luego no dijo ni una palabra en todo el día. El viejo no es tonto y sabe que se muere, y se siente impotente porque ya no se puede valer, que antes sí que se enfrentaba a las enfermedades y a los problemas, cuatro veces operado del riñón, con infinidad de puntos y él entero; encima ese asma crónica que se le agravó con el clima tropical, y el médico le dijo que tenía que volverse a Canarias, de modo que cogió a su mujer y a sus tres hijos y se vino con lo puesto, y Luisa le tuvo que decir adiós a su familia, a su tierra, a todo, con veinte años irse a unas islas tan lejanas, tan tristes. Desembarcaron y se fueron a Teror, a casa de los padres de Roque, a ver si les echaban una mano, que bastante dinero había mandado él desde Cuba para ayudarles; además eran sus padres, y Luisa casi se cae de espaldas con el recibimiento, frío, amargo, duro; llovía desde que avistaron La Isleta, y seguía lloviendo en Teror; les dejaron unos mendrugos y un pajar; allí acomodó a sus hijos en un breve lecho improvisado, y las goteras, y el agua fría.

(Continuará...)


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