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sábado, 16 de agosto de 2014

Amor


No, no les voy a decir eso de que el amor es el motor del mundo. Ni a enrollarme con el llamado "amor místico". Tampoco les voy a hablar del amor de madre, ese sentido de protección a las crías que compartimos con los primates y otros mamíferos. La generalizada ternura que sentimos todos por los niños. Con la notable excepción de que sean menores africanos que hayan llegado en cayuco, a los que no se les quiere.

Tampoco quiero hablar de los muchos crímenes cometidos en nombre del amor, aquello de "la maté porque era mía". Eso, entenderán, son solo excrecencias de la sociedad del macho alfa, y no tiene que ver con el asunto.

Hablemos, pues, del amor profano, de la pasión que atrae a los seres humanos, esa magia instintiva y sexual que se transmuta en epidermis y fluidos. La imperiosa necesidad de poseer y ser poseído, de frotarse en olas de saliva, de ser y de negarse.

O sea, ese estado de alteración cuasi patológica a la que llamamos enamoramiento, provocada por un exceso de vertidos hormonales en la sangre. Y que, según los expertos, dura entre tres y seis meses. Lógicamente: no podríamos resistir más tiempo esa exaltación sin enfermar gravemente.

Pasado ese periodo, empezamos a darnos cuenta de que se nos duerme el brazo cuando la otra persona reposa más de cinco minutos sobre él, o de que tiene los pies excesivamente fríos, y de que no hay quien aguante su codo en la espalda a las tres de la mañana. Siendo esto así, ¿por qué seguimos empeñados en mantener una pareja? Sin duda se trata de una preocupante desviación cultural.

Ya saben: la monogamia se implantó cuando la esperanza media de vida era de treinta y cinco años. Ahora eso de hasta que la muerte nos separe es una terrorífica condena. Lo natural es la promiscuidad, tanto para los hombres como para las mujeres: la mejor fórmula para conseguir combinaciones genéticas más variadas y con mayores opciones evolutivas. Y sobre todo, como dice el otro, se conoce a mucha gente.

Dirán ustedes que por qué no practico con ejemplo. Tienen razón, pero compréndanlo: mi mujer no me deja.

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