El 31 de julio de 1826 fué ejecutado en la horca en Valencia el maestro de escuela catalán Cayetano Ripoll, última víctima de la barbarie católica institucionalizada como Santo Oficio y, en ese momento, con el beneplácito del rey borbón Fernando VII, disfrazada como Juntas de Fé.
Ripoll había luchado contra los franceses en la Guerra de la Independencia; fue hecho prisionero y llevado a Francia donde por su relación con un grupo de cuáqueros franceses que le acogieron se convirtió al deísmo. A su vuelta a España lo denunciaron por no llevar a sus alumnos a misa y por sustituir la frase "Ave María" por "Las alabanzas pertenecen a Dios" en las oraciones del colegio.
En 1824 fue arrestado, encarcelado y juzgado, y tras una espera de dos años, fue condenado a la horca. Bajo ella se colocó un barril con llamas pintadas, como símbolo de la hoguera, pero la horca sí era real, como la inquina del reverendísimo arzobispo de Valencia, un malvado que respondía por monseñor Simón López García. En una postrera ignominia, el cadáver de Cayetano Ripoll fue introducido en el barril de marras y quemado en el antiguo Cremador de la Inquisició.
De las más de 2.300 víctimas de la Inquisición en Canarias, se ejecutaron en la hoguera a diez personas. Eso en apenas tres siglos, de 1506 a 1820. Y todavía le pagamos el sueldo a los agentes de la secta (pederastia aparte).
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