Cuando afirmamos que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, y que no es cierto que sea plana o que esté quieta en el centro del universo, somos radicales. No nos dejamos engañar, o sea. Claro que muchas veces se emplea el término "radical" para referirse a esa maravillosa política de matar moscas a cañonazos. Al extremismo sin tino ni medida, vamos.
Y en eso, me temo, no entro en la categoría. Aunque haberlos, haylos. Integristas del dinero fácil, empeñados en hormigonar y alicatar hasta el último centímetro cuadrado de las islas, que el espacio libre no es negocio. Extremistas empeñados en cargarse el istmo de Las Palmas, contra toda prevención y todo recato. Mándenle para arriba, que bussiness es bisnes, o viceversa. Radicales de la comisión y de las obras públicas con mordida. Ayatolás de la recalificación. Extremistas de la permuta y del pelotazo. Insaciables vampirizadores de subvenciones, desgravaciones y favores. Fundamentalistas de las fundaciones financiadas con la pasta de todos. Teóricos del "a vivir, que son dos días". Y todo ello bajo la consigna de que "el que no está conmigo, está contra mí" y "leña al que proteste".
Como ven, comparado con todo eso, uno es un niño de teta. Hay un refrán gallego que dice que "nos mean, y tenemos que decir que llueve". Soy tan radical que, aunque igualmente mojado, me atrevo a señalar que eso que cae no es, precisamente, cerveza. Señor, señor, qué cruz.
Sirinok, de Rodolfo Santana
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