En los comienzos del socialismo moderno existían varias sociedades obreras. Marx y Engels formaban parte de la Liga de los Comunistas, antes llamada Liga de los Justos, que se había originado a partir de la Liga de los Proscritos, fundada en 1826. Uno de sus principales dirigentes era Wilhelm Weitling, un obrero alemán autodidacta, sastre de profesión, al que Marx tenía alta estima. Marx, a pesar de debatir con él, decía que la burguesía en su decadencia no tenía ningún escritor que pudiera siquiera acercarse a lo que mostraba el proletariado cuando daba sus primeros pasos, a través de la obra de Weitling.
Weitling era un comunista utópico, pero a diferencia de los que sostenían que una sociedad más justa iba a venir “desde arriba”, pensaba que iba a ser producto de la acción revolucionaria de la clase obrera: “nuestro mejor programa -decía- será forjado con sangre”. Esta idea de la acción directa, de la acción propia del proletariado en la lucha revolucionaria era lo que Weitling ponía por delante, a diferencia de otros teóricos comunistas y socialistas de la época. Sin embargo, su punto débil era que desconfiaba o, más bien, se oponía a la idea de que el programa que debía levantar la clase obrera surgiera de un estudio científico de la realidad del capitalismo.
Marx le acogió en su casa en Bruselas con una paciencia casi sobrehumana, pero no logró que se deshiciera de su estilo chapucero. El crítico ruso Pavel Annenkov, que pasó entonces por Bruselas camino de Francia, cuenta que durante una reunión tuvo lugar una violenta discusión entre Marx y Weitling. Este insistía en contar prolijamente los mítines y manifestaciones que había organizado por toda Europa. Tras un largo rato, Marx le pregunta: "¿Y todo eso, para qué?" Desconcertado, Weitling volvió a insistir en contar otra vez sus aventuras. Dando un puñetazo sobre la mesa, Marx le gritó a Weitling: “La ignorancia nunca ha ayudado a nadie y nunca ha tenido ninguna utilidad”.
Según una carta del propio Weitling, en aquella reunión Marx sostuvo que era necesario depurar las filas de los comunistas y criticar las ideologías inconsistentes, así como renunciar a todo socialismo que se apoyara únicamente en la buena voluntad. Como Bakunin, Weitling estaba en contra del trabajo preparatorio de tipo propagandístico, bajo el pretexto de que los pobres siempre estaban dispuestos para la revolución y que, por consiguiente, esta última podía realizarse en cualquier momento mientras hubiera jefes resueltos.
Finalmente, Weitling se distanció de Marx, y luego de la Liga, para terminar cayendo en el misticismo.
Pero lo que en el sastre era una enfermedad infantil del movimiento obrero, sigue persistiendo en la actualidad como degeneración senil de la pequeña burguesía incrustada en los grupos que se dicen de izquierda. Carentes de proyecto político, sustituyen el trabajo metódico de organización y propaganda entre los trabajadores por actuaciones cara a la galería, con la vista puesta en futuras convocatorias electorales. Alérgicos como son al estudio y la planificación, cuando las cosas les van mal (y les suele ir mal continuamente) solo saben idear “huidas hacia delante”, auténticas ocurrencias cuya utilidad tampoco ellos saben explicar.
Con Marx, hay que insistir en que la improvisación, la ambigüedad ideológica y la ignorancia nunca han ayudado a nadie. Al contrario, son lacras de las que tenemos que deshacernos con urgencia.
Weitling era un comunista utópico, pero a diferencia de los que sostenían que una sociedad más justa iba a venir “desde arriba”, pensaba que iba a ser producto de la acción revolucionaria de la clase obrera: “nuestro mejor programa -decía- será forjado con sangre”. Esta idea de la acción directa, de la acción propia del proletariado en la lucha revolucionaria era lo que Weitling ponía por delante, a diferencia de otros teóricos comunistas y socialistas de la época. Sin embargo, su punto débil era que desconfiaba o, más bien, se oponía a la idea de que el programa que debía levantar la clase obrera surgiera de un estudio científico de la realidad del capitalismo.
Marx le acogió en su casa en Bruselas con una paciencia casi sobrehumana, pero no logró que se deshiciera de su estilo chapucero. El crítico ruso Pavel Annenkov, que pasó entonces por Bruselas camino de Francia, cuenta que durante una reunión tuvo lugar una violenta discusión entre Marx y Weitling. Este insistía en contar prolijamente los mítines y manifestaciones que había organizado por toda Europa. Tras un largo rato, Marx le pregunta: "¿Y todo eso, para qué?" Desconcertado, Weitling volvió a insistir en contar otra vez sus aventuras. Dando un puñetazo sobre la mesa, Marx le gritó a Weitling: “La ignorancia nunca ha ayudado a nadie y nunca ha tenido ninguna utilidad”.
Según una carta del propio Weitling, en aquella reunión Marx sostuvo que era necesario depurar las filas de los comunistas y criticar las ideologías inconsistentes, así como renunciar a todo socialismo que se apoyara únicamente en la buena voluntad. Como Bakunin, Weitling estaba en contra del trabajo preparatorio de tipo propagandístico, bajo el pretexto de que los pobres siempre estaban dispuestos para la revolución y que, por consiguiente, esta última podía realizarse en cualquier momento mientras hubiera jefes resueltos.
Finalmente, Weitling se distanció de Marx, y luego de la Liga, para terminar cayendo en el misticismo.
Pero lo que en el sastre era una enfermedad infantil del movimiento obrero, sigue persistiendo en la actualidad como degeneración senil de la pequeña burguesía incrustada en los grupos que se dicen de izquierda. Carentes de proyecto político, sustituyen el trabajo metódico de organización y propaganda entre los trabajadores por actuaciones cara a la galería, con la vista puesta en futuras convocatorias electorales. Alérgicos como son al estudio y la planificación, cuando las cosas les van mal (y les suele ir mal continuamente) solo saben idear “huidas hacia delante”, auténticas ocurrencias cuya utilidad tampoco ellos saben explicar.
Con Marx, hay que insistir en que la improvisación, la ambigüedad ideológica y la ignorancia nunca han ayudado a nadie. Al contrario, son lacras de las que tenemos que deshacernos con urgencia.
Jacques Brel canta Les Bourgeois (subtítulos en español)
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