se ha metido en una trampa,
ha sido maldecido con una condenación oscura:
ninguna mano acude a sostenerle ahora,
convertido en un extraño entre extraños,
varado en una pleamar seca y solitaria.
La ruina le alcanza y le devora,
despreciado por los dioses blancos
que desembarcaron en estas playas sedientas
antes de que las islas se sumergieran.
Fija la mirada en el lavamanos se pregunta
cuanto ha perdido, mientras el viejo dolor sigue fluyendo.
Ya nunca habrá para él puertas abiertas,
ni invitaciones doradas a la mesa de los hombres poderosos,
pero los niños siguen jugando y creciendo,
y sueñan. Ni una caricia, ni una idea, ni un beso,
ni una mirada se habrán perdido.
Quedarán a la deriva para los buceadores del futuro,
que excavarán en nuestras derrotas y hallarán sufrimiento,
y verdades equivocadas, y sollozos, y disputas.
Le obligaron a ser salvaje para ser libre,
solo entre las multitudes de un siglo atroz,
uno más de una generación desconcertada
que aún no ha podido probar su valía.
Su nombre se pierde con los años
en el mismo limbo en que amarillea su cara ya olvidada:
remoto de estas gentes está en otra parte,
perdido en los jardines del futuro, con una espada,
sombrío.
Verano porteño de Astor Piazzolla, con arreglos de Rodolfo Santana
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