Desemboca la ciudad en largas formas
oscuras que cortan el mar
y lo penetran con un escalofrío.
Bajo la luna impera el olor a gasoil,
un germinal aroma yodado
desde la persistente planicie oceánica.
Las naos se yerguen sombrías,
vencedoras de ominosas singladuras,
con incrustadas heridas en sus costados.
Los dientes de la noche son húmedos y salados
en esta latitud donde la ciudad acaba
o empieza, con sus vísceras
enredadas en cabos y mangueras,
en vaivenes de espuma,
la soledad fría como una mortaja.
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