Con su sudor transmutan el aire
en metal y hierro, y cada día
hacen crecer la sustancia
con la alquimia del hormigón
y de sus manos.
El oleaje inmóvil de los edificios
se eleva de la arena y del basalto,
invadiendo el espacio y la perspectiva
como un álgebra vertical desatada.
Los ladrillos avanzan con agua y con cemento,
con brazos y fiambreras,
con la voluntad del hombre
y la abolición de la geografía.
La marea de albañiles trepa en andamios,
deja una espuma de catedrales y rascacielos,
de paredes que suben empecinadas
al asalto de las nubes y del cielo.
Cantan las paletas al ritmo de las hormigoneras
construyendo las cuevas de la gente,
sus cavernas, grutas o moradas,
los nidos del sueño y las familias,
las cavidades donde palpitan heridos
los habitantes de las ciudades,
los miradores donde los sabios
contemplan las estrellas.
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