La ciudad nació imperfecta, una pústula
de avaricia encarnada en barbacana,
con un embarcadero, una ermita
y cuatro casas de piedra y argamasa,
plagadas de aspilleras y arcabuces.
Poco a poco se hizo paisaje y algarabía,
puerto de esclavos y embarque de mercancías;
se rodeó de las moradas de los siervos
alcanzando su olor y su forma plena.
Nada como la ciudad,
nada como su atmósfera y su textura, su superficie
de liquen y sus noches encendidas.
Sopla un viento gris desde sus bocacalles,
un humo espeso de lascivia y gasolina,
de detritus, de desesperación y de calima,
recorriendo este archipiélago de moles
cubiertas de hollín y criptografía.
Como una vieja bestia, cada día renace
en una matemática distinta e insoluble,
llena de calculaciones, de albañiles,
de incógnitas solo descifrables
en túneles húmedos y escondidos
donde trafican los banqueros y las ratas.
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