Llegué de lejos a sus calles
largas y enredadas como intestinos.
Todo era movimiento y centelleo:
el aire, la espuma de la costa,
el barullo de las palomas,
las ambulancias, los andamios,
la gente apresurada.
Entré de cabeza en esta selva de arrecifes
desmantelados, un alienígena
arrastrado por la época y los barrancos
a su garganta de regulaciones y carteles,
a su inmensa boca de colmillos acerados.
Aprendí su lenguaje de señas y señales.
Ardí en las llamaradas de su océano.
Me impregné de sustancias hostiles y feroces.
Transité su territorio insoportable y solo.
Nunca encajé entre sus dientes.
Me fui quedando al margen,
con los ojos perdidos en la lluvia,
aguardando.
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