Tengo un buen amigo (en realidad un conocido) totalmente ninguneado. Me explico: por mucho que produzca o haga, cae sobre él un espeso silencio inerte. Es el castigo moderno a los que no consiguen atravesar ciertas fronteras. Ni siquiera se le critica: se hace como que no existe. Ni la más mínima referencia.
Es mucho más cómodo: no hay que estrujarse las meninges para explicar qué es lo que no nos gusta de él, en qué nos desagrada. Incluso criticarlo ya sería darle carta de naturaleza. En la época del culto integrista a la competitividad, todo el mundo puede ser el adversario, y debe ser tratado como tal. Ya se sabe: al enemigo ni agua.
Si no tiene talento, ¿a qué reconocer siquiera que respira? Y si lo tiene, muchísimo menos. Aquí no podemos permitir que sobresalga un Mozart o un Evtushenko. Aviados estaríamos. Ya hay bastante gente a la que rendir pleitesía. Uno más podría ser un sobreesfuerzo. Hay que conseguir mantener a toda costa un uniforme tono gris dominante, no sea que podamos vernos desplazados a la franja marrón del espectro. Y si el infeliz no tiene dónde caerse muerto, ni amistades influyentes, ni está a día de hoy en condiciones de granjearnos ningún favor, a qué vamos a consumir nuestro crédito con amistades que pueden molestar, e incluso ser peligrosas.
Hay que ser modernos, pragmáticos. Pelear con uñas y dientes por mantener nuestra cornisa en el acantilado social. Si algún día la cosa le va mejor, ya tendremos tiempo de recordarle cuánto le apreciábamos y cuanto hemos contribuido a su reconocimiento. Es bien sabido que nuestra virtud nacional es acudir en auxilio del vencedor. El sol que más calienta y todo eso.
Así que mi pobre amigo (es un decir: no vayan a considerarme íntimo, por favor) ya duda de su propia existencia. Se va difuminando en el frío de las tinieblas exteriores, apenas ya una sombra evanescente. La última vez que le vi, se le notaba como transparente. Un espectro a través del cual se veían las luces de neón al otro lado de la calle.
Hace unas semanas he creído distinguirlo entre el humo de la ciudad, pero no podría asegurarlo. Vamos, ustedes tienen que conocerle. Se llama... Mecáchis, se me ha olvidado. Bueno, qué más da, era alguien sin importancia.
Es mucho más cómodo: no hay que estrujarse las meninges para explicar qué es lo que no nos gusta de él, en qué nos desagrada. Incluso criticarlo ya sería darle carta de naturaleza. En la época del culto integrista a la competitividad, todo el mundo puede ser el adversario, y debe ser tratado como tal. Ya se sabe: al enemigo ni agua.
Si no tiene talento, ¿a qué reconocer siquiera que respira? Y si lo tiene, muchísimo menos. Aquí no podemos permitir que sobresalga un Mozart o un Evtushenko. Aviados estaríamos. Ya hay bastante gente a la que rendir pleitesía. Uno más podría ser un sobreesfuerzo. Hay que conseguir mantener a toda costa un uniforme tono gris dominante, no sea que podamos vernos desplazados a la franja marrón del espectro. Y si el infeliz no tiene dónde caerse muerto, ni amistades influyentes, ni está a día de hoy en condiciones de granjearnos ningún favor, a qué vamos a consumir nuestro crédito con amistades que pueden molestar, e incluso ser peligrosas.
Hay que ser modernos, pragmáticos. Pelear con uñas y dientes por mantener nuestra cornisa en el acantilado social. Si algún día la cosa le va mejor, ya tendremos tiempo de recordarle cuánto le apreciábamos y cuanto hemos contribuido a su reconocimiento. Es bien sabido que nuestra virtud nacional es acudir en auxilio del vencedor. El sol que más calienta y todo eso.
Así que mi pobre amigo (es un decir: no vayan a considerarme íntimo, por favor) ya duda de su propia existencia. Se va difuminando en el frío de las tinieblas exteriores, apenas ya una sombra evanescente. La última vez que le vi, se le notaba como transparente. Un espectro a través del cual se veían las luces de neón al otro lado de la calle.
Hace unas semanas he creído distinguirlo entre el humo de la ciudad, pero no podría asegurarlo. Vamos, ustedes tienen que conocerle. Se llama... Mecáchis, se me ha olvidado. Bueno, qué más da, era alguien sin importancia.
Herbie Hancock interpreta Chameleon
1 comentario:
Que misterio...La verdad es que yo también conozco a gente que a veces dudo si existen de verdad, aunque creo que no es por la misma causa.
La verdad es que hoy nos dejastes pensando. Por lo menos a mi...
Saludos!
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