Cuentan que, al poco de entrar en La Habana, un grupo de periodistas cubanos se dirigió al Ché Guevara para organizarle un homenaje. El revolucionario argentino los echó de su despacho con cajas destempladas, afirmando que "los honores me importan una mierda".
A Benito Pérez Galdós nunca le dieron el premio Nobel de literatura. Su republicanismo molestaba al gobierno español. En cambio, se lo dieron a Echegaray, del que no se sabe si fue peor escritor o ministro.
Por distintas razones, tampoco se lo dieron nunca a Borges. En cierta ocasión le preguntaron sobre el hecho de que una veintena de los más prestigiosos críticos italianos le volvía a proponer para el Nobel. "Bueno -contestó Borges-, le cambio esos veinte italianos por un sueco".
Por contra, cuando le dieron el Nobel a Jean-Paul Sartre en 1964, éste lo rechazó. Argumentó que no estaba dispuesto a institucionalizarse como escritor. "Si la literatura se institucionaliza -explicaba- forzosamente muere". Además, estaba en contra del favoritismo prooccidental de los Nobel en plena escalada de la agresión bélica contra Vietnam.
Lo decía el escultor Jorge de Oteiza, cuando en 1985 le dieron la Medalla de Oro a las Bellas Artes: "No voy a permitir que un premio de mierda eche a perder toda una vida de marginalidad".
En general, los honores tienen sentido cuando sirven a una causa. Cuando aceptarlos contribuye a que las ideas o los proyectos en los que se cree avancen. Lo patético es desagallarse por ellos cuando sólo contribuyen a la vanidad personal. Al boato.
Hay que tener una consciencia muy baja de la valía propia para enorgullecerse de distinciones concedidas por razones de compadreo político. De marketing. Del amiguismo. Del trapicheo electoral. Del espíritu bienpensante de la sociedad burguesa. Qué de conspiraciones, de vanidades ofendidas, de codazos, de miseria. No digamos nada de condecoraciones autoimpuestas. O de aquellas que se dan por razón del cargo y no de la persona.
Dicho sea esto en una sociedad en que la peña pierde los glúteos por ellas. En la que los mejores mueren olvidados, cuando no despreciados. En la que todavía no ha habido nadie que haya rechazado un premio (claro que también saben a quienes se los dan). En la que no se trata de ser, sino de parecer. Y en la que los mediocres se pavonean cargados de condecoraciones, distinciones, medallas, cruces, grandes cruces, placas, collares. Y collarines. O sea.
A Benito Pérez Galdós nunca le dieron el premio Nobel de literatura. Su republicanismo molestaba al gobierno español. En cambio, se lo dieron a Echegaray, del que no se sabe si fue peor escritor o ministro.
Por distintas razones, tampoco se lo dieron nunca a Borges. En cierta ocasión le preguntaron sobre el hecho de que una veintena de los más prestigiosos críticos italianos le volvía a proponer para el Nobel. "Bueno -contestó Borges-, le cambio esos veinte italianos por un sueco".
Por contra, cuando le dieron el Nobel a Jean-Paul Sartre en 1964, éste lo rechazó. Argumentó que no estaba dispuesto a institucionalizarse como escritor. "Si la literatura se institucionaliza -explicaba- forzosamente muere". Además, estaba en contra del favoritismo prooccidental de los Nobel en plena escalada de la agresión bélica contra Vietnam.
Lo decía el escultor Jorge de Oteiza, cuando en 1985 le dieron la Medalla de Oro a las Bellas Artes: "No voy a permitir que un premio de mierda eche a perder toda una vida de marginalidad".
En general, los honores tienen sentido cuando sirven a una causa. Cuando aceptarlos contribuye a que las ideas o los proyectos en los que se cree avancen. Lo patético es desagallarse por ellos cuando sólo contribuyen a la vanidad personal. Al boato.
Hay que tener una consciencia muy baja de la valía propia para enorgullecerse de distinciones concedidas por razones de compadreo político. De marketing. Del amiguismo. Del trapicheo electoral. Del espíritu bienpensante de la sociedad burguesa. Qué de conspiraciones, de vanidades ofendidas, de codazos, de miseria. No digamos nada de condecoraciones autoimpuestas. O de aquellas que se dan por razón del cargo y no de la persona.
Dicho sea esto en una sociedad en que la peña pierde los glúteos por ellas. En la que los mejores mueren olvidados, cuando no despreciados. En la que todavía no ha habido nadie que haya rechazado un premio (claro que también saben a quienes se los dan). En la que no se trata de ser, sino de parecer. Y en la que los mediocres se pavonean cargados de condecoraciones, distinciones, medallas, cruces, grandes cruces, placas, collares. Y collarines. O sea.
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