en los días siempre blancos de un mar muerto interior,
donde no golpean las olas ni se quiebra la marea.
Gentes que llegaron abatidas a través del océano
para desembarcar en un tiempo uniforme y espeso,
las familias que no tenían apellidos ilustres,
ni pendones amarillos, ni blasones pálidos, ni jesuitas fríos.
Con paciencia humillada y compacta como común substancia,
frente a los dueños de la tierra y el agua, los bajeles fantasmas,
los piratas corroídos por el yodo y las mesas inaccesibles,
el enemigo,
con todos los vicios de los atridas y los sueños venenosos.
Náufragos de este malecón a la deriva,
de este país sumergido, un desvanecimiento de costumbres y razas,
una clepsidra rota que gotea resignación y miedo y resentimiento,
el pecho inundado de herrumbre en el pálpito y en los latidos.
Alguien vendrá a estas islas que se pudren en el tiempo,
como un rayo de luz largamente propagado.
Aquí nos quedamos desvencijados y heridos,
dispuestos,
acechando.
(De Exopiélago)
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