No hay peor pesadilla para un practicante de Lucha Canaria que tener que bregar con un luchador momio. Normalmen-te, cuando uno quiere tirar al rival por una proyección hacia delante, inicia un ataque hacia atrás. Y viceversa. La reacción instintiva del otro hace que se aliviane en la dirección que queremos derribarle. Por ejemplo, inicio un enérgico ataque por burra y, cuando el otro luchador hace fecho hacia delante, me giro de vacío o traspiés.
No es tan fácil, claro: hay que estar muy rápido, muy entrenado y sincronizar perfectamente los movimientos. Pero lo esencial es que a toda acción sucede una reacción, y en ello está el arte de la Lucha.
Pero, señoras y señores, como le salga a usted un luchador momio, va a sufrir lo que no está en los escritos. Lo empujas para atrás, y no reacciona. Cede un poco hacia atrás, lo suficiente para no moverse. Lo halas hacia delante, y tampoco reacciona. Plasta de tío, oye. Incómodo, y más pesado que una vaca en brazos.
Comprenderán ustedes que el concepto de momio, de alguien a quién no hay forma de mover, no es exclusivo de nuestro deporte. Sin ir más lejos, ahí tenemos a nuestros momios de gobierno: los momioestatales y los momioautonómicos. Ya se pueden acordar unos de los antepasados de los otros hasta la decimoquinta generación, que no hay forma de que los aludidos reaccionen. Destituciones, puñaladas traperas, traiciones varias. Nada. Y todo por un quítame allá esa RIC, ese REA, esa subvención, ese hotel-escuela.
Muy grande tiene que ser el chollo para exhibir tales tragaderas. O para imponerlas. La dignidad no cotiza en bolsa. Es cosa de pobres, ya se sabe. Ya lo decía Jonathan Swift: “Las dos máximas de cualquier hombre importante en la corte son no perder nunca la compostura y no mantener jamás la palabra”.
Mientras tanto, parece que los canarios estamos condenados ad æternum a este espectáculo de momios y de momias. Y de candidatos desesperados a coger la momiopoltrona. Con tanta resignación cristiana, nos estamos amomiando. O apiedrando. Poniéndonos resbalosos, caiga la que caiga. Que está empezando a caer, y que el señor nos coja confesados.
No es tan fácil, claro: hay que estar muy rápido, muy entrenado y sincronizar perfectamente los movimientos. Pero lo esencial es que a toda acción sucede una reacción, y en ello está el arte de la Lucha.
Pero, señoras y señores, como le salga a usted un luchador momio, va a sufrir lo que no está en los escritos. Lo empujas para atrás, y no reacciona. Cede un poco hacia atrás, lo suficiente para no moverse. Lo halas hacia delante, y tampoco reacciona. Plasta de tío, oye. Incómodo, y más pesado que una vaca en brazos.
Comprenderán ustedes que el concepto de momio, de alguien a quién no hay forma de mover, no es exclusivo de nuestro deporte. Sin ir más lejos, ahí tenemos a nuestros momios de gobierno: los momioestatales y los momioautonómicos. Ya se pueden acordar unos de los antepasados de los otros hasta la decimoquinta generación, que no hay forma de que los aludidos reaccionen. Destituciones, puñaladas traperas, traiciones varias. Nada. Y todo por un quítame allá esa RIC, ese REA, esa subvención, ese hotel-escuela.
Muy grande tiene que ser el chollo para exhibir tales tragaderas. O para imponerlas. La dignidad no cotiza en bolsa. Es cosa de pobres, ya se sabe. Ya lo decía Jonathan Swift: “Las dos máximas de cualquier hombre importante en la corte son no perder nunca la compostura y no mantener jamás la palabra”.
Mientras tanto, parece que los canarios estamos condenados ad æternum a este espectáculo de momios y de momias. Y de candidatos desesperados a coger la momiopoltrona. Con tanta resignación cristiana, nos estamos amomiando. O apiedrando. Poniéndonos resbalosos, caiga la que caiga. Que está empezando a caer, y que el señor nos coja confesados.
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