Así que allí estaba yo, con lo que se suponía que era la ropa de un comerciante libio, totalmente despistado en medio de la ciudad de Aktatón en pleno verano del 1352 a.C. Hacía dos años que había muerto Aknatón, el bueno, el sabio, el que perseguía la verdad. Lo primero que uno ha de hacer en una ciudad nueva es orientarse un poco, y situar lo aprendido en los planos del Instituto en la realidad viva de la urbe. La clave está en los olores: te llevan fácilmente al mercado del lugar en cuanto te habitúas al horrible aroma. Claro que aquí puedes también buscar, con mucha mayor facilidad, el olor del natrón de los embalsamadores, al otro lado del río.
Llevaba, como habrán adivinado, monedas de la época. Nuevas, por supuesto: nada de pátina de la historia. El siguiente consejo que te dan es que no empieces por hablar: tu acento, por muy bien que hayas aprendido el idioma, sorprendería a todos. Y además siempre hay giros que los lingüistas no habrán previsto. En todo caso, suelen enviarte como un visitante de un país vecino, por si las moscas. Hablando de los molestos bichitos, los había a millares, aunque son preferibles a los mosquitos: menos mal que lleva uno todas las vacunas de rigor.
Lo cierto es que en el VET encuentra uno de todo. El Departamento Espacio Temporal y el Instituto de Historia proveen a sus investigadores de campo de la ropa adecuada. O sea, que no llega uno a la Roma imperial, por ejemplo, con unos vestidos no inventados aún o con unos colores desconocidos en ese periodo histórico. Lo único raro que solemos llevar encima es un extraño cinturón con un par de mandos ocultos en la hebilla. Con un simple gesto, provocamos una dislocación en el continuum y volvemos a las coordenadas del VET. Lógicamente, éste se encuentra en la órbita terrestre en lo que llamamos el 2 de diciembre del año 1257. Además, su superficie exterior es totalmente opaca. Una cosa y otra garantizan que ningún avispado astrónomo localizara un nuevo satélite. Si lo fijáramos en mi siglo, por ejemplo, tropezaría de inmediato con toda la chatarra espacial que nos rodea. Además, no querrían ustedes soportar los gritos de los muchachos del Departamento de Astronavegación de la Federación Tierra, pueden creerme.
Aktatón parecía una ciudad muerta. Y no sólo por los evidentes síntomas de abandono. La sensación era la de estar recorriendo un magnífico mausoleo. El hermano de Aknatón, Smenker, acababa de morir, y el pequeño Tut, con diez años, había dejado de ser la perfecta imagen de Atón para convertirse en la perfecta imagen de Amón, Tut Ankamón, pactando así con los corruptos pero poderosos sacerdotes de Tebas para afianzar su trono. Y deshaciendo como un castillo de naipes la obra del sabio, del bueno, del reformador. Su Primer Ministro era Ay, para cuya hija ya hacía planes el general Horemheb, que mandaba los ejércitos de los dos reinos.
Me dirigí a noroeste de la ciudad, acechado por fantasmas y sombras ausentes. Ella estaba en algún edificio por esa zona. Aún antes de la muerte de su esposo, se había separado de él y retirado a ese palacio con sus cuatro últimas hijas y su hijo Tut, ahora vuelto a Tebas, la de las siete puertas. La política de escuchar unos días antes de empezar a hablar, no parecía viable en una ciudad desierta. Por la amplia avenida, solitario, avanzaba un viejo esclavo nubio.
—Para un momento, hombre. ¿Puedes decirme cual de estas es la morada de la divina Nefertiti?—. El tipo se me quedó mirando: quizá me había pasado un poco con el egipcio literario. Indolentemente me señaló uno de los edificios.
Subí las escaleras sin encontrar oposición alguna. En un pequeño atrio me salió al paso un guardia.
—¿A dónde crees que vas, extranjero?
—Traigo un regalo para tu señora de más allá del desierto libio. Dile a la divina Nefertiti que el médico Phaonek suplica el honor de ser recibido.
—No se te ocurra moverte de aquí— me contestó, con el acompañamiento de una mirada feroz. Al poco volvió, aún más enfadado.
—Sigue por esa puerta hasta un patio con dos fuentes. Te estaré vigilando— .
Quedé sorprendido. La anciana que esperaba encontrar era una hermosa mujer de treinta y pocos, algo ancha de caderas y de rostro alargado. Desde luego, era egipcia, y no mitanni, como demostraba su conmovedora belleza. Bajo la mirada opaca de sus grandes ojos negros, balbucí la historia que traía preparada y le entregué humildemente un frasco de perfume. Un auténtico Chanel nº 5 del siglo XX, pero ella no podía saberlo. Tras un rato de silencio, pareció darse cuenta que yo era algo más que un escarabajo entre la hierba.
—¿Acaso no sabes que soy una reina muerta? Nadie se acuerda hoy de mí en Egipto, extranjero. ¿Ni tan siquiera podré morir en paz?
—Mi corazón está siendo tocado por los ojos de una mujer viva, majestad. Nada de lo que me contaron me prepararon para tanta hermosura.
—Veo que eres un vulgar adulador. Ka te acompañará a refrescarte, y luego comerás con mis hijas y conmigo. Ya me contarás qué historias cuentan de mí en tu país.
Ka, el guardia, estaba cada vez más enfadado, y no dejó de lanzarme miradas asesinas en todo el tiempo que permanecí en Aktatón. No hacía falta los aparatos de mi época para darme cuenta que mi presencia le provocaba una peligrosa hipertensión.
Pasé unos días estupendos, la verdad. Sus hijas adolescentes eran encantadoras, y tenían muchas ganas de oír relatos de viajes por otros reinos, aunque dudaban muchas veces de mi credibilidad. Terminé por contarles "viejos" cuentos tradicionales que tardarían dos mil años aún en inventarse. Por otra parte, me permitió cultivar ese aire de misterioso aventurero que yo suponía era irresistible. Acompañemos a eso un constante y respetuoso cortejo a la madre, y entenderán ustedes porqué no me echaron con cajas destempladas.
No quiero decir con esto que no hiciera mi trabajo, grabando sofisticadas reflexiones de Nefertiti sobre política, religión y otras cosas así. Los contribuyentes no deben pensar que los agentes del Instituto de Historia malgastamos el dinero público en unas vacaciones pagadas. Sí que me salté la rígida norma de no involucrarme emocionalmente con la gente de la época. Tenía una seria advertencia de mis superiores, pero no pude evitar amar a aquella mujer, aunque el Supervisor Kowalls me clave a la pared.
De quién nunca hablaba era el de su difunto esposo, Aknatón. Cuando la conversación se aproximaba al tema, una sombra velaba su rostro, y se sumía en unos larguísimos silencios. Un día pareció cambiar de idea.
—Dime, Phaonek, ¿crees que se puede amar más de una vez?
—El sol sale más de una vez en la vida de cada uno, majestad—. Permaneció un rato mirando el horizonte, y de pronto pareció tomar una resolución.
—No me llames más "majestad", soy Nefertiti.
Jamás había amado así a nadie. En mi época he tenido relaciones, pero ¡que diferencia el amor con Nefertiti! Parecíamos dos adolescentes más, corriendo entre las columnas y las flores del palacio. Me olvidé de las grabaciones, del Instituto y del tiempo. Hasta que una noche me miró muy seria durante un buen rato.
—Phaonek, querido mío, te debo el volver a besar y a sentirme viva. Pero nuestra pequeña historia ha terminado. Mañana marchamos a Amarna, y tú debes seguir tu camino.
—Pero yo te amo— sonó mi voz incrédula, —tú eres mi camino, amor mío—.
—Oh, eres tan divertido, y estás tan vivo... Pero yo no te amo, extranjero. Me separé de mi esposo antes de su muerte, pero ahora gracias a ti sé que siempre le amé, y que le sigo amando.
Al día siguiente, a pesar de las protestas de las niñas y de mis patéticas súplicas, fui echado a rastras de la casa. Ni qué decir tiene que, por primera vez, Ka sonreía, mientras yo me masajeaba el glúteo donde había dejado la huella de su pie.
Llevaba, como habrán adivinado, monedas de la época. Nuevas, por supuesto: nada de pátina de la historia. El siguiente consejo que te dan es que no empieces por hablar: tu acento, por muy bien que hayas aprendido el idioma, sorprendería a todos. Y además siempre hay giros que los lingüistas no habrán previsto. En todo caso, suelen enviarte como un visitante de un país vecino, por si las moscas. Hablando de los molestos bichitos, los había a millares, aunque son preferibles a los mosquitos: menos mal que lleva uno todas las vacunas de rigor.
Lo cierto es que en el VET encuentra uno de todo. El Departamento Espacio Temporal y el Instituto de Historia proveen a sus investigadores de campo de la ropa adecuada. O sea, que no llega uno a la Roma imperial, por ejemplo, con unos vestidos no inventados aún o con unos colores desconocidos en ese periodo histórico. Lo único raro que solemos llevar encima es un extraño cinturón con un par de mandos ocultos en la hebilla. Con un simple gesto, provocamos una dislocación en el continuum y volvemos a las coordenadas del VET. Lógicamente, éste se encuentra en la órbita terrestre en lo que llamamos el 2 de diciembre del año 1257. Además, su superficie exterior es totalmente opaca. Una cosa y otra garantizan que ningún avispado astrónomo localizara un nuevo satélite. Si lo fijáramos en mi siglo, por ejemplo, tropezaría de inmediato con toda la chatarra espacial que nos rodea. Además, no querrían ustedes soportar los gritos de los muchachos del Departamento de Astronavegación de la Federación Tierra, pueden creerme.
Aktatón parecía una ciudad muerta. Y no sólo por los evidentes síntomas de abandono. La sensación era la de estar recorriendo un magnífico mausoleo. El hermano de Aknatón, Smenker, acababa de morir, y el pequeño Tut, con diez años, había dejado de ser la perfecta imagen de Atón para convertirse en la perfecta imagen de Amón, Tut Ankamón, pactando así con los corruptos pero poderosos sacerdotes de Tebas para afianzar su trono. Y deshaciendo como un castillo de naipes la obra del sabio, del bueno, del reformador. Su Primer Ministro era Ay, para cuya hija ya hacía planes el general Horemheb, que mandaba los ejércitos de los dos reinos.
Me dirigí a noroeste de la ciudad, acechado por fantasmas y sombras ausentes. Ella estaba en algún edificio por esa zona. Aún antes de la muerte de su esposo, se había separado de él y retirado a ese palacio con sus cuatro últimas hijas y su hijo Tut, ahora vuelto a Tebas, la de las siete puertas. La política de escuchar unos días antes de empezar a hablar, no parecía viable en una ciudad desierta. Por la amplia avenida, solitario, avanzaba un viejo esclavo nubio.
—Para un momento, hombre. ¿Puedes decirme cual de estas es la morada de la divina Nefertiti?—. El tipo se me quedó mirando: quizá me había pasado un poco con el egipcio literario. Indolentemente me señaló uno de los edificios.
Subí las escaleras sin encontrar oposición alguna. En un pequeño atrio me salió al paso un guardia.
—¿A dónde crees que vas, extranjero?
—Traigo un regalo para tu señora de más allá del desierto libio. Dile a la divina Nefertiti que el médico Phaonek suplica el honor de ser recibido.
—No se te ocurra moverte de aquí— me contestó, con el acompañamiento de una mirada feroz. Al poco volvió, aún más enfadado.
—Sigue por esa puerta hasta un patio con dos fuentes. Te estaré vigilando— .
Quedé sorprendido. La anciana que esperaba encontrar era una hermosa mujer de treinta y pocos, algo ancha de caderas y de rostro alargado. Desde luego, era egipcia, y no mitanni, como demostraba su conmovedora belleza. Bajo la mirada opaca de sus grandes ojos negros, balbucí la historia que traía preparada y le entregué humildemente un frasco de perfume. Un auténtico Chanel nº 5 del siglo XX, pero ella no podía saberlo. Tras un rato de silencio, pareció darse cuenta que yo era algo más que un escarabajo entre la hierba.
—¿Acaso no sabes que soy una reina muerta? Nadie se acuerda hoy de mí en Egipto, extranjero. ¿Ni tan siquiera podré morir en paz?
—Mi corazón está siendo tocado por los ojos de una mujer viva, majestad. Nada de lo que me contaron me prepararon para tanta hermosura.
—Veo que eres un vulgar adulador. Ka te acompañará a refrescarte, y luego comerás con mis hijas y conmigo. Ya me contarás qué historias cuentan de mí en tu país.
Ka, el guardia, estaba cada vez más enfadado, y no dejó de lanzarme miradas asesinas en todo el tiempo que permanecí en Aktatón. No hacía falta los aparatos de mi época para darme cuenta que mi presencia le provocaba una peligrosa hipertensión.
Pasé unos días estupendos, la verdad. Sus hijas adolescentes eran encantadoras, y tenían muchas ganas de oír relatos de viajes por otros reinos, aunque dudaban muchas veces de mi credibilidad. Terminé por contarles "viejos" cuentos tradicionales que tardarían dos mil años aún en inventarse. Por otra parte, me permitió cultivar ese aire de misterioso aventurero que yo suponía era irresistible. Acompañemos a eso un constante y respetuoso cortejo a la madre, y entenderán ustedes porqué no me echaron con cajas destempladas.
No quiero decir con esto que no hiciera mi trabajo, grabando sofisticadas reflexiones de Nefertiti sobre política, religión y otras cosas así. Los contribuyentes no deben pensar que los agentes del Instituto de Historia malgastamos el dinero público en unas vacaciones pagadas. Sí que me salté la rígida norma de no involucrarme emocionalmente con la gente de la época. Tenía una seria advertencia de mis superiores, pero no pude evitar amar a aquella mujer, aunque el Supervisor Kowalls me clave a la pared.
De quién nunca hablaba era el de su difunto esposo, Aknatón. Cuando la conversación se aproximaba al tema, una sombra velaba su rostro, y se sumía en unos larguísimos silencios. Un día pareció cambiar de idea.
—Dime, Phaonek, ¿crees que se puede amar más de una vez?
—El sol sale más de una vez en la vida de cada uno, majestad—. Permaneció un rato mirando el horizonte, y de pronto pareció tomar una resolución.
—No me llames más "majestad", soy Nefertiti.
Jamás había amado así a nadie. En mi época he tenido relaciones, pero ¡que diferencia el amor con Nefertiti! Parecíamos dos adolescentes más, corriendo entre las columnas y las flores del palacio. Me olvidé de las grabaciones, del Instituto y del tiempo. Hasta que una noche me miró muy seria durante un buen rato.
—Phaonek, querido mío, te debo el volver a besar y a sentirme viva. Pero nuestra pequeña historia ha terminado. Mañana marchamos a Amarna, y tú debes seguir tu camino.
—Pero yo te amo— sonó mi voz incrédula, —tú eres mi camino, amor mío—.
—Oh, eres tan divertido, y estás tan vivo... Pero yo no te amo, extranjero. Me separé de mi esposo antes de su muerte, pero ahora gracias a ti sé que siempre le amé, y que le sigo amando.
Al día siguiente, a pesar de las protestas de las niñas y de mis patéticas súplicas, fui echado a rastras de la casa. Ni qué decir tiene que, por primera vez, Ka sonreía, mientras yo me masajeaba el glúteo donde había dejado la huella de su pie.
Continuará...
Tubular Bells de Mike Oldfield (2003)
[Bolivia: Viene la madre de las batallas. Marcos Domich.]
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