Imaginen ustedes que están en un tren en movimiento. Y que el maquinista sigue obstinado en llevar el tren por el camino equivocado. Y que usted se empeña en convencerlo para que cambie de vía, pero no hay forma de que le haga caso. O peor aún: imagine que es usted el maquinista, pero que el tren lo dirigen unos pequeños conspiradores desde la sombra. Y que cuando usted intenta enderezar el rumbo, se da cuenta de que quienes controlan la locomotora son otros, digan lo que digan los papeles.
Evidentemente, hay que abandonar el tren, salvo que quiera usted ser el tonto inútil, la cabeza de turco a quién culpar cuando la máquina descarrile. O no llegue a ninguna parte. O arribe sólo al minúsculo salón dorado de las vanidades enanas, la de los que se consideran importantes por ser la cabeza de la pulga en la cola del ratón. O cuando los pasajeros se den cuenta que les llevan engañados.
En pleno desierto político, y en el afán de que hubiera movimiento, ha aceptado uno empujar trenes que solo servían para el desguace. Se ha subido uno en maquinarias controladas por quienes no distinguirían el norte del sur ni aunque le dieran un gps. Ha aguantado uno a unos cuantos pulpos como animales de compañía.
Sin metáforas: he pecado de impaciencia. De desespero. De considerar como iguales a mediocridades fulleras armadas de desparpajo. A quienes nos han llevado de derrota en derrota hasta el pantano final.
“Construir no es lo mismo que cantar: / es un asunto / un poco más difícil –escribía Nazim Hikmet– (…) / No son héroes aquí todos los hombres, / los amigos no siempre son leales. / Construir no es lo mismo que cantar, / pero los albañiles son gente empecinada / y el edificio sube al asalto del cielo, / arriba, arriba, siempre más arriba”.
La próxima vez sin ambigüedades, proclamando lo que somos.
Evidentemente, hay que abandonar el tren, salvo que quiera usted ser el tonto inútil, la cabeza de turco a quién culpar cuando la máquina descarrile. O no llegue a ninguna parte. O arribe sólo al minúsculo salón dorado de las vanidades enanas, la de los que se consideran importantes por ser la cabeza de la pulga en la cola del ratón. O cuando los pasajeros se den cuenta que les llevan engañados.
En pleno desierto político, y en el afán de que hubiera movimiento, ha aceptado uno empujar trenes que solo servían para el desguace. Se ha subido uno en maquinarias controladas por quienes no distinguirían el norte del sur ni aunque le dieran un gps. Ha aguantado uno a unos cuantos pulpos como animales de compañía.
Sin metáforas: he pecado de impaciencia. De desespero. De considerar como iguales a mediocridades fulleras armadas de desparpajo. A quienes nos han llevado de derrota en derrota hasta el pantano final.
“Construir no es lo mismo que cantar: / es un asunto / un poco más difícil –escribía Nazim Hikmet– (…) / No son héroes aquí todos los hombres, / los amigos no siempre son leales. / Construir no es lo mismo que cantar, / pero los albañiles son gente empecinada / y el edificio sube al asalto del cielo, / arriba, arriba, siempre más arriba”.
La próxima vez sin ambigüedades, proclamando lo que somos.
Willy De Ville canta Demasiado corazón
[¿El retorno de las cañoneras? Augusto Zamora R.]
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