El precio del arroz, fundamental en la dieta de la mayor parte de nuestro continente, se ha triplicado en lo que va de año. La hambruna ya no es una amenaza de tal o cual región, sino que se globaliza. Para que las grandes corporaciones multinacionales sigan en su alocada escalada de beneficios -y la clase media de los países ricos pueda tener coche, tres televisores y dvd-, hace falta que millones mueran de hambre. Ambas cosas son inseparables. No es que África, por una extraña maldición, esté condenada a estas calamidades: es que su miseria es lo que permite el derroche de otros. Es la naturaleza misma del capitalismo (sí, hay que atreverse a pronunciar en voz alta la palabra).
Rasgarse las vestiduras ante las imágenes de niños hambrientos no tiene mérito. A lo que hay que atreverse es a señalar a los responsables del genocidio. Lo explicaba Engels: socialismo o barbarie. Ahora, aquí, ésta es la barbarie.
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