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sábado, 18 de febrero de 2017

Acechanza


Nos extendemos sobre las ciudades como una horda maravillada,
con el corazón extasiado ante su maquinaria de humo;
nos apoderamos de sus edificios
como una ascendente espuma de hierro, y como el oligisto
corroemos sus cimientos, los remaches plateados,
los símbolos inconmovibles, las gárgolas dominantes.

Arrastramos con nosotros el polvo de las laderas,
la humedad sombría de los barrancos,
un cierto gesto intransigente,
la sobriedad de los desarrapados.

Y esperamos. Esperamos pacientemente que gire el universo,
que los dioses envíen a sus augures,
que llegue, de entre nosotros,
aquél que nos llame a romper las amarras,
aquél cuyas palabras nos despierten el corazón,
que nos diga, justamente, lo que necesitamos oír,
y no otra cosa.

En el arcén de la autovía de la historia, esperamos.
Esperamos para quitarnos estas ropas, estos modales,
el frío del alba, el sí señor, el qué le vamos a hacer,
el hollín azulado, la resignación amarilla, el olvido malva,
la sumisión gris
y el miedo.

Esperamos, pacientemente,
el toque de a degüello.

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