El gran Dios Blanco fornica con un cerdo
hincándole el semen metálico hasta las entrañas,
perforando divinamente sus esfínteres
hasta volverle los ojos transparentes
y la lengua verde.
Este infame dios de rebajas de enero, el dios
que impone su reinado gris, brutalmente apagado,
en estas islas perdidas en otro continente,
extendiéndose como la inmundicia o la resignación
por la ciudad alargada, gusanera de avalancha,
y de cambalache y de madrugadas hipócritas.
Anaqueles y mármoles para seguir de rodillas,
en esta nación sin ardientes batallas, ni héroes, ni fechas gloriosas,
con gentes sumergidas en latidos subterráneos,
enfrentados como perros por los despojos y las migajas,
embarrados en desventuras y tarjetas de crédito,
mientras sonreímos a los imbéciles que bajan de balcones como cloacas,
o suben a las tribunas infames, a los púlpitos lascivos.
Indiferentes a todo, sumisos o engreídos,
nada saben aún del guerrero que empuña palabras como cuchillos
y se ha ceñido al cinto su largo sable,
que se está levantando al alba fría,
el bárbaro instruido que no trae la paz
sino la espada.
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