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sábado, 14 de marzo de 2015

Deambulando por el barrio colonial

“Nada de lo humano me es ajeno”, recuerdo
siguiendo el camino de las criadas por las calles estrechas
sobre las que reina una soledad artificial y escuálida,
un cielo como de plomo con desgarraduras de esterlicias.
Hubo una época en que escribía caracteres tifinagh en las inmaculadas paredes blancas y la piedra gris,
ungiendo con mi linfa la vacuidad de las islas.

Sobre estas largas piernas endurecidas marché
soportando una creencia que me llenaba de aflicción
porque desvelaba implacable las veladuras del mundo.
En estas mismas esquinas me miraban las mujeres amadas
buscando piedras rituales y una torre inconmovible,
pero solo hallaban un poeta errático
venido a la ciudad de los hombres
para incendiar este lugar arbitrario
rodeado de alambradas sociales y centinelas del orden,
un niño vulnerable que amaba a Harún al-Rasid.

Arrancaban entonces mi corazón aún palpitante y volvían
a la multitud de gente ordinaria y decente,
mientras este paseante solitario hablaba a voz en grito
de un mundo en que los hombres fueran amables
y sollozaba porque otras personas sollozaban.

Me gustan, no obstante, los frescos patios interiores,
las hermosas casas y palacios de los depredadores,
a pesar de la chatarra metálica aparcada en los garajes.
Paso arrastrando los pies junto a una vieja catedral
en la que entra y sale gente que nunca pregunta
que se traen entre manos los dueños de su destino.
Estas cosas no pueden atraparme, ni me desvían de la certeza
de que se puede vivir sin amor, pero no sin el agua potable
de la ciudad donde reina el largo brazo de la ley.

Acostumbrados al pavor religioso, mi gente se arrodillaba
ante los habitantes de estas viejas paredes.
Careciendo de los medios para enterarse de qué pasaba realmente
se revolvían incómodos en la basura en que los sentidos basan la fe.

En cambio algunos privilegiados tuvimos acceso a espúreas lecturas
que dieron cauce a la profunda violencia que vivía en nosotros:
ya no tememos a los dioses, ni a los espíritus, ni a los hombres,
ni siquiera a los muy malvados y poseídos de sí mismos.

Es éste un suburbio en decadencia en un territorio desolado
del que he intentado deshacerme sabiendo que no había ayuda.
Zeus está con los fuertes: los grandes no pueden ser molestados,
ni siquiera por la visión del Sherwood de mi culto secreto.

Abandonados en este laberinto de oropeles y penitencias
todos deben llevar sus propias caras puestas, echar fechillos,
defender el territorio, el status,
los edificios construidos con el mortero de la sangre,
aquello que nunca me interesó y por lo que jamás lucharé.

Mis antepasados eran sus súbditos, campesinos baratos,
y yo no puedo ocasionarles más que inquietud y desagrado:
un maoísta escarranchado en sus moquetas
interponiéndose ante ellos
en el paso de las Termópilas.


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