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sábado, 8 de noviembre de 2014

Corruptos, corruptores y corrompidos

En cualquiera de sus formas, el capitalismo es esencialmente corrupción. Y no sólo porque se trate de un sistema basado en la explotación de las asalariadas y los asalariados. Hasta en la democracia burguesa más ejemplar, miles de hilos, relaciones e influencias unen a las grandes empresas con el Estado.

Un Estado que, en todos los casos, existe precisamente para garantizar el dominio absoluto de los grandes monopolios sobre el conjunto de la sociedad. Es lo que se llama capitalismo monopolista de Estado, fase actual del sistema capitalista en la que estamos desde el siglo XX, y a la que también se denomina imperialismo.

Toda la estructura política, ideológica, legislativa, educativa, jurídica, policial y militar del Estado no es más que el entramado que garantiza esa dominación de una clase sobre las demás. Unas veces esta dictadura de la oligarquía ha adoptado su forma más brutal, como el nazi-fascismo. Otras adopta formas más suaves y “civilizadas”. Pero hasta en los países capitalistas con más tradición democrática, con más exigencias de ejemplaridad, lo esencial sigue siendo ese dominio absoluto de los intereses de los dueños de los grandes monopolios.

Bien es cierto que, cuanto menos nivel democrático despliega un Estado, menos se respetan sus propias reglas y leyes, tendiendo a manifestarse como latrocinio puro y duro de carácter mafioso. Es lo que fue el fascismo en el Estado español. Y, a las pruebas me remito, lo que está siendo el postfascismo monárquico.

Prensa capitalista (no hay otra) y partidos políticos del régimen se lanzan a la cabeza unos a otros tal o cual corruptela, intentando demostrar la maldad intrínseca del oponente o de toda la “clase política”. Como si la misma existencia de tales partidos no fuera ya un caso de corrupción insoportable: puras maquinarias electorales “engrasadas” con dinero de los bancos (cuyos créditos “perdonados” siguen siendo “secreto de Estado”) y de los grandes monopolios. Algo sobre lo que todos guardan un silencio cómplice.

Como callan sobre lo que es más evidente: en todo caso de corrupción se necesitan corruptores. Mucho escándalo sobre que Fulanito recibió X millones de soborno, los pusiera después en Suiza o en Panamá, se acogiera a la amnistía fiscal o no. Pero si el corrupto Fulanito recibió 10, por ejemplo, ¿cuánto tuvo que sacar la empresa del corruptor de tal tejemaneje para que le resultara rentable? Ah, pero las empresas son “entidades” respetables. Podemos sacar la vida, obra, amantes y milagros de un político, pero nunca las entretelas de un Consejo de Administración.

Mientras los corruptos se pueden ver inmersos en imputaciones (aunque muy pocos terminan por ir a la cárcel), los corruptores rara vez se ven molestados. Al fin y al cabo, se trata de "gente respetable", “gente de orden”, los dueños del Estado.

Para que tal nivel de corrupción domine el escenario político, además de corruptos y corruptores, hacen falta los corrompidos. Aquellos que hacen la vista gorda, dilatan hasta la exasperación los procesos judiciales, enredan la madeja hasta convertirla en inútil. Se habla de la corrupción de los políticos, pero nadie se atreve a mencionar la de los jueces. Ya saben, esos tipos que se codean con los grandes capitostes, toman copas, juegan al golf y hasta se acuestan juntos. Sólo una justicia totalmente corrompida permite un estado de cleptocracia, generalizada hasta lo grotesco, como la que padecemos.

La criminal policía fascista, los jueces fascistas, los banqueros del fascismo y los nuevos ricos gracias al fascismo: ninguno fue depurado en la “transición”. Así que seguimos con el aparato de Estado del fascismo incólume, y con su forma de corrupción intacta. Son las mañas de lo que es toda una tradición. Eso sí, ahora “democrática”.

Mientras tanto, la rueda de la historian sigue girando. Lo cantaba Mario Benedetti: "qué verde viene la lluvia / qué joven la puntería".

O sea.


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