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sábado, 26 de noviembre de 2011

Ciudad abierta

Llegué extranjero a leer tus ritmos
y alcanzar lo inalcanzable. A respirar
tu sonido en cadencias de muerte,
el aire envenenado de tus voces,
la totalidad del mundo en tus ventanas.
Vine a ti vestido con pobreza.
Con una mochila de sueños emborronados
a beber tu agua clorada y tus aguardientes,
a lamer tu noche y tocar tu luna.

Ahora, a la hora convenida
salimos al patio, callejeamos
por tus arterias humeantes
que rebosan de mujeres y de hombres
que vienen o van bajo la lluvia
y el monóxido de carbono,
que transitan ceñudos en silencio
o hablan ensimismados
por teléfonos diminutos,
y un río interminable de automóviles
con alma de carne y gasolina
en los que tus habitantes fulguran
y desaparecen
en la masa que bulle apresurada.

He aprendido a disfrutar de tus recintos,
de tu verticalidad amurallada,
de las muchachas que sonríen
cuando les firmo libros, e incluso
de aquellas que sólo con verme se apartan.

Con todos me repliego al caer la noche,
a la celda, a la cama, a las pesadillas,
a los barrotes de la ciudad inconsciente,
a tu rumor de vampiros y policías.

Tu olor me ha quemado las fosas nasales.
Me ha cambiado el gusto y la mirada.
El tiempo ya no es mi tiempo,
sino una maquinaria que late
implacable y obtusa.

Me desvisto de las ropas de ciudadano,
de las capas de barniz civilizado.
Solitario camino hacia tus puertas,
a tu puerto, a tus bocanas. Impaciente
espero la llegada de los bárbaros.

Mirando sus rostros
para reconocerme.

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