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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Caimán (V)

Pero no siempre eran tan pacíficas las salidas de Eloísa. Una de las veces, que los había dejado en el catre grande rosa con barrotes de madera, ocurrió la casualidad de que a los tres les entró ganas de vaciar el intestino; como los pequeños no podían salir de allí, se cagaron en la cama, mira tú, sale una a lavar y lo que se encuentra a la vuelta, a perro flaco todo son pulgas, y Miguel, que aunque podía saltar del catre tenía orden estricta de no hacerlo, sintiéndose en tan gran apuro, apartó el colchón de crin y una de las tablas del fondo, y precipitó en el suelo lo que su vientre se negaba a seguir conteniendo, y a la vuelta de la madre estaban tranquilos los dos pequeños, pero Miguel lloraba, al fin y al cabo, tres años, el más responsable, y además no había podido limpiarse, otra vez a lavarlos a ellos y a lavar más ropa, como para tirarse de los pelos; o aquella otra vez que Javier salió del catre y se dirigió a la alcoba, sin que se le pudiera ver luego por la disposición de la puerta, y Eloísa que vuelve y no lo encuentra y casi se desquicia, pero claro, estaba jugando con el enchufe de la mesa de noche, a punto de electrocutarse, tú; o la otra vez que Lila, jugando, cayó sobre el filo de la cama y se partió la lengua, a punto estuvo de perderla y la sangre asustaba; Secundino, el padre, no estaba allí, además, porque trabajaba en las galerías del agua, de las que el suegro del tío Ramón era medio propietario, y se iba en un camión con los otros trabajadores -Miguel fué una vez con él: adoraba a su padre- y se quedaba tres días y dos noches, y venía a casa cada tercera noche y se volvía a ir al día siguiente, el peligro de la galería y la soledad; Miguel se acuerda de una cabra en la entrada de la galería que tenía un cuerno roto, que se lo había partido Barrabás de un puñetazo; Barrabás era uno de los trabajadores, el que conducía el camión, que se había ganado el nombrete a pulso, de lo bruto que era.


Taxara, de Rodolfo Santana

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