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lunes, 21 de julio de 2008

Conseguidores

Hace casi tres siglos que Luis XIV de Francia, al oír que el corrupto mariscal de Villars manejaba muy bien sus propios negocios, declaró: "Es posible, pero también maneja muy bien los míos". Claro que corrupción no es sólo la falta de integridad de los gobernantes y las maniobras de aquellos que los tientan con dinero o de otras maneras.

Ya los griegos tachaban de corrupción (phora) lo fraudulento de un régimen que exhibe unos ideales y admite procedimientos contrarios a ellos. Y Montesquieu advertía: "Hay dos clases de corrupción: una, cuando el pueblo no observa las leyes; la otra, cuando el pueblo es corrompido por las leyes; mal éste incurable ya que se encuentra en el remedio mismo".

Es como conservar la apariencia de democracia aunque se modifique el contenido, de forma que lo que subyace es una plutocracia. El gobierno real de los que tienen los medios para poder corromper. O para que se impongan leyes y medidas que favorezcan sus intereses de clase. O sus concepciones religiosas en las escuelas, por ejemplo.

Claro que siempre ha sido así. Las constituciones y las leyes sólo reflejan la correlación de fuerzas en un momento dado. Por eso se establecen ex hypotesi, es decir, en virtud de las condiciones de facto. Es el reino de la impostura, en el que la mayoría de los ciudadanos queda al margen del juego entre los potenciales corruptos, que tienen una cuota de poder político, y los corruptores, detentadores de la capacidad de satisfacer los deseos de reputación, sexo, favores o dinero. Incluso de usar la amenaza o el chantaje.

En ese mercado, aparece la figura del intermediario, del conseguidor. Un mercado en el que las redes de influencias duplican los engranajes oficiales. Y en el que está bien visto usar esos "contactos". Sobre todo porque sirve para garantizar lazos de solidaridad entre las élites políticas y las económicas. Por eso triunfan los "conseguidores". Al menos, los que son lo suficientemente buenos en trapichear. Despiadados, o sea.

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